por Enrico Maria Radaelli
La discusión que se está desarrollando en el sitio web de Sandro
Magister entre escuelas de posiciones diferentes y opuestas sobre
reconocer si el Concilio ecuménico Vaticano II representa continuidad o
discontinuidad con la Tradición, aparte de llamarme a participar
directamente desde los primeros movimientos, toca de cerca algunas
páginas preliminares de mi reciente libro "La belleza que nos salva".
El hecho largamente más significativo del ensayo es la comprobada
identificación de los "orígenes de la belleza" con las cuatro
cualidades sustanciales - verdadero, uno, bueno, bello - que santo
Tomás de Aquino afirma que son los nombres del Unigénito de Dios:
identificación que debería aclarar de una vez por todas lo fundamental y
el vínculo ya no más eludible que un concepto tiene con su expresión,
es decir, el lenguaje con la doctrina que lo utiliza.
Me parece necesario intervenir y hacer algunas aclaraciones para quien
quiere reconstruir la "Ciudad de la belleza" que es la Iglesia y
retomar así el único camino (esta es la tesis de mi ensayo) que puede
llevarnos a la felicidad eterna, es decir, que nos puede salvar.
Completaré mi intervención sugiriendo el pedido que ameritaría hacerse
al Santo Padre para que - recordando con monseñor Brunero Gherardini
que en el 2015 se cumplirá el aniversario cincuenta del Concilio (cfr.
"Divinitas", 2011, 2, p. 188) - la Iglesia toda aproveche de tal
extraordinario acontecimiento para restablecer la plenitud de aquel
"munus docendi", de aquel magisterio, suspendido hace cincuenta años.
Respecto al tema en discusión, la cuestión ha sido bien resumida por el
teólogo dominico Giovanni Cavalcoli: "
El nodo del debate es este:
estamos todos de acuerdo en que las doctrinas ya definidas [por el
magisterio dogmático de la Iglesia anterior al Concilio], presentes en
los textos conciliares son infalibles; lo que está en discusión es si
son infalibles también los desarrollos doctrinales, la novedad del
Concilio".
El dominico se da cuente que la necesidad es la de "responder
afirmativamente a esta pregunta, porque de otro modo ¿que sería de la
continuidad, al menos así como la entiende el Papa?" Y no pudiendo
hacer, como es obvio, las afirmaciones que también quisiera hacer, el
padre Cavalcoli les da la vuelta en las preguntas contrarias, a las que
aquí daré la respuesta que tendrían si se siguiese la lógica
"aletica", verificadora, que nos enseña la filosofía.
Primera pregunta: ¿Es admisible que el desarrollo de una doctrina de fe, o cercana a la fe, ya definida, sea falso?
Estimado padre Cavalcoli, usted, a decir verdad, habría querido decir:
"No es admisible que el desarrollo de una doctrina de fe, o próxima a
la fe, ya definida, sea falso". En cambio la respuesta es: sí, el
desarrollo puede ser falso, porque una premisa verdadera no lleva
necesariamente a una conclusión verdadera, sino que puede llevar
también a una o más conclusiones falsas, tanto es así que en todos los
Concilios del mundo - incluso en los dogmáticos - se puso en debate las
posiciones más diferentes precisamente a causa de esa posibilidad.
Para tener el esperado desarrollo de continuidad de las verdades
reveladas por gracia no basta con ser teólogos, obispos, cardenales o
Papas, sino que es necesario solicitar la asistencia especial, divina,
dada por el Espíritu Santo sólo a aquellos Concilios que - declarados
de carácter dogmático de manera solemne e indiscutible al momento de su
apertura - se les ha garantizado formalmente esa asistencia divina. En
tales casos sobrenaturales ocurre que el desarrollo dado a la doctrina
sobrenatural resultará garantizado como verdadero en tanto cuanto ya
han sido divinamente garantizadas sus premisas como verdaderas.
Eso no ocurrió en el último Concilio, declarado formalmente de carácter
exquisitamente pastoral al menos tres veces: en su apertura, que es la
que cuenta, luego en la apertura de la segunda sesión y por último en
la clausura; y por ello en esa asamblea de premisas verdaderas se ha
podido llegar a veces también a conclusiones al menos opinables (a
conclusiones que, hablando canónicamente, entran en el tercer grado de
constricción magisterial, lo que tratando de temas de carácter moral,
pastoral o jurídico, requiere únicamente "religioso respeto") si no
"incluso equivocadas", como reconoce también el padre Cavalcoli
contradiciendo la tesis que sostiene, "e igual no infalibles", y que
pues "pueden ser también modificadas", y por eso, aunque
desgraciadamente no vinculan formalmente sino "sólo" moralmente al
pastor que las enseña incluso en los casos de incierta factura,
providencialmente no son para nada vinculantes obligatoriamente a la
obediencia de la fe.
Por otra parte, si a grados diferentes de magisterio no se les
corresponde grados diferentes de asentimiento del fiel, no se entiende
para qué hay diferentes grados de magisterio. Los grados diferentes de
magisterio se deben a grados diferentes de proximidad de conocimiento
que ellos tienen con la realidad primera, con la realidad divina
revelada a la que se refieren, y es obvio que las doctrinas reveladas
directamente por Dios pretenden un respeto totalmente obligante (grado
I), así como las doctrinas relacionadas a ellas, si es que son
presentadas a través de definiciones dogmáticas o actos definitivos
(grado II). Tanto la primera como la segunda se distinguen de la otras
doctrinas que, no pudiendo pertenecer al primer grupo, podrán ser
consideradas en el segundo sólo en el momento que se haya esclarecido
con argumentos múltiples, prudentes, claros e irrefutables, su conexión
íntima, directa y evidente con ello en el respeto más pleno del
principio de Vincenzo di Lérins ("quod semper, quod ubique, quod ab
omnibus creditum est"), garantizando así al fiel que esas también se
encuentran ante el conocimiento más próximo de Dios. Todo ello, como se
pude entender, se puede obtener solamente en el ejercicio más
conciente, querido e implorado por la y para la Iglesia del "munus",
del magisterio dogmático.
La diferencia entre las doctrinas de I y II grado y las de III viene
dada por el carácter ciertamente sobrenatural de las primeras, que en
cambio en el tercer grupo no está garantizado: quizá exista, pero quizá
no. Lo que se debe acoger es que el "munus" dogmático es: 1) un don
divino, pues 2) un don que pedir expresamente y 3) no pedir este don no
ofrece pues alguna garantía de verdad absoluta, falta de garantía que
libra al magisterio de toda obligación de exactitud y a los fieles de
toda obligación de obediencia, aunque requiera su religioso respeto. En
el grado III podría encontrarse indicaciones y conjeturas de matriz
naturalista, y el cernidor para verificar si, una vez depuradas de
tales eventuales infestaciones incluso microbianas, es posible
elevarlas al grado sobrenatural puede cumplirse sólo confrontándolas
con el fuego dogmático: la paja se quemará pero el fierro divino, si
hay, brillará ciertamente en todo su fulgor.
Es eso lo que le sucedió a la doctrina de la Inmaculada Concepción y de
la Asunción, hoy dogmas, es decir, artículos de fe pertenecientes hoy
por derecho al segundo grupo. Hasta 1854 y 1950 respectivamente estas
pertenecieron al grupo de las doctrinas opinables, al tercero, a las
cuales se debía nada más que "religioso respeto", a la par de aquellas
doctrinas nuevas que, enlistadas aquí más adelante en un breve y
resumido inventario, se reunieron confusamente en las más recientes
enseñanzas de la Iglesia de 1962. Pero en 1854 y 1950 el fuego del
dogma las rodeó de su divina y peculiar marca, las encendió, las cribó,
las imprimió y finalmente las selló eternamente como "ab initio" ya
eran en su más íntima realidad: verdades muy ciertas y universalmente
comprobadas, de derecho pertenecientes a la matriz sobrenatural (el
segundo) aunque hasta entonces no formalmente reconocidas bajo tal
esplendida vestidura. Feliz reconocimiento, y aquí se quiere
precisamente subrayan que fue un reconocimiento de los presentes, del
Papa en primer lugar, y de ninguna manera una transformación del
sujeto: como cuando los críticos de arte, después de haberla examinado
bajo todo punto de vista e indicios útiles para valorarla o desmentirla
- certificados de providencia, de pasajes de propiedad, pruebas de
pigmentación, de velamiento, de retoques, radiografías y
reflectografías - reconocen en un cuadro de autor su más indiscutible y
palmaria autenticidad.
Esas dos doctrinas se revelaron ambas de factura divina, y de la más
preciada. Si alguna pues de aquellas más recientes es de la misma
altísima mano se descubrirá pacíficamente con el más espléndido de los
medios.
Segunda pregunta: ¿Puede el nuevo campo dogmático estar en contradicción con el antiguo?
Obviamente no, no puede de ningún modo. En efecto, después del Vaticano
II no tenemos algún "nuevo campo dogmático", como se expresa el padre
Cavalcoli, a pesar de que muchos quieren hacer pasar por tal las
novedades conciliares y postconciliares, aunque el Vaticano II sea un
simple - si bien solemne y extraordinario - "campo pastoral". Ninguno de
los documentos citados por el padre Basil Valuet en su nota 5 declara
una autoridad del Concilio mayor que aquella de la que este fue
investido desde el inicio: nada más que una solemne y universal, es
decir, ecuménica, reunión "pastoral" con la intención de dar al mundo
algunas indicaciones sólo pastorales, negándose declaradamente y
patentemente definir dogmáticamente o sancionar con anatema alguna cosa.
Todos los neomodernistas de prestigio o simplemente noveles que se
quiera decir (como subraya el profesor Roberto de Mattei en su libro
"El concilio Vaticano II. Una historia jamás escrita") que fueron
activos en la Iglesia desde los tiempo de Pío XII - teólogos, obispos y
cardenales de la "théologie nouvelle" como Bea, Câmara, Carlo Colombo,
Congar, De Lubac, Döpfner, Frings con su perito, Ratzinger; König con
el suyo, Küng; Garrone con el suyo, Daniélou; Lercaro, Maximos IV,
Montini, Suenens, y, casi un grupo aparte, los tres sobresalientes de la
llamada escuela de Bolonia: Dossetti, Alberigo y hoy Melloni – en el
desarrollo del Vaticano II y después han cabalgado con toda suerte de
expedientes de ruptura con las detestadas doctrinas anteriores sobre el
mismo presupuesto, errando sobre la indudable solemnidad de la
extraordinaria reunión; por lo que se tiene que todos estos realizaron
de hecho una ruptura y discontinuidad proclamando con las palabras
solidez y continuidad. Que haya después de parte de ellos, y luego
universalmente hoy, deseos de ruptura con la Tradición se puede notar al
menos: 1) en la más destructiva masacre perpetrada a la magnificencia
de los altares antiguos; 2) en el igualmente universal rechazo de hoy
en día de todos los obispos del mundo excepto poquísimos, a dar el
mínimo espacio al rito tridentino o gregoriano de la misa, en
irrazonable y ostentosa desobediencia a las directivas del motu proprio
"Summorum Pontificum". "Lex orandi, lex credendi": si todo es no es
rechazo de la Tradición, entonces ¿qué cosa es?
A pesar de ello, y la gravedad de todo ello, no se puede todavía hablar
de ningún modo de ruptura: la Iglesia está "todos los días" bajo la
divina garantía dada por Cristo en el juramento de Mt 16,18 ("Portæ
inferi non prævalebunt") y de Mt 28,20 ("Ego vobiscum sum omnibus
diebus") lo que la pone metafísicamente al recaudo de cualquier temor
en ese sentido, aunque el peligro está siempre a las puertas y
frecuentemente los intentos están en acto. Pero quien sostiene una
ruptura ya ocurrida - como hacen algunas de las eminencias antes
mencionadas, pero también los sedevacantistas - cae en el naturalismo.
Pero no se puede hablar tampoco de solidez, es decir de continuidad con
la Tradición, porque está ante los ojos de todos que las más
diferentes doctrinas salidas del Concilio y del postconcilio -
eclesiología; panecumenismo; relación con las otras religiones;
mismidad del Dios adorado por los cristianos, judíos y musulmanes;
correcciones de la "doctrina de la sustitución" de la Sinagoga con la
Iglesia en "doctrina de las dos salvaciones paralelas"; unicidad de las
fuentes de la Revelación; libertad religiosa; antropología
antropocéntrica en vez que teocéntrica; iconoclastía; o aquella de la
cual nació el "Novus Ordo Missae" en lugar del rito gregoriano (hoy
recogido junto al primero, pero subordinadamente) - son todas las
doctrinas que una por una no resistirían la prueba de fuego del dogma,
si se tuviese el coraje de intentar dogmatizarlas: fuego que consiste
en darles sustancia teológica con solicitud precisa de asistencia del
Espíritu Santo, como ocurrió a su tiempo en el "corpus theologicum"
puesto en la base de la Inmaculada Concepción o de la Asunción de
María.
Esas frágiles doctrinas están vivas únicamente por el hecho de que no
hay ninguna barrera dogmática levantada para no permitir su concepción y
uso. Pero luego se impone una no auténtica continuidad con el dogma
para pretender para aquellas el asentimiento de fe necesario para la
unidad y para la continuidad (cfr. las pp. 70ss, 205 y 284 del mi ya
mencionado libro "La belleza que nos salva"), quedando así todas ellas
en peligroso y "frágil límite entre continuidad y discontinuidad" (p.
49), pero siempre más acá del límite dogmático, que de hecho, si se
aplica, determinaría el fin de las mismas. También la afirmación de
continuidad entre esas doctrinas y la Tradición peca en mi opinión de
naturalismo.
Tercera pregunta: ¿Si negamos la infalibilidad de los desarrollos
doctrinales del Concilio que parten de previas doctrinas de fe o
próximas a la fe, no debilitamos la fuerza de la tesis continuista?
Cierto que la debilita, estimado padre Cavalcoli, más aún: la anula. Y
da fuerza a la tesis opuesta, como es justo que sea, que sostiene que
no hay continuidad.
Nada de ruptura, sino también nada de continuidad. ¿Y entonces qué? La
vía de salida la sugiere Romano Amerio (1905-1997) con la que el autor
de "Iota unum" define "la ley de la conservación histórica de la
Iglesia", retomada en la p. 41 de mi ensayo, por la cual "la Iglesia no
se pierde en el caso de que no 'empate' la verdad, sino en el caso de
que 'pierda' la verdad". ¿Y cuando la Iglesia no 'empata' la verdad?
Cuando sus enseñanzas la olvidan, o la confunden, la enturbian, la
mezclan, como ha ocurrido (no es la primera vez y no será la última)
desde el Concilio hasta hoy. ¿Y cuando 'perdería' la verdad? (En
condicional: si está visto que no puede de ningún modo perderla). Sólo
si la golpease de anatema, o si viceversa dogmatizase una doctrina
falsa, cosa que podría hacer el Papa y sólo el Papa, si (en la
metafísicamente imposible hipótesis que) sus labios dogmatizantes y
anatemizantes no estuvieran sobrenaturalmente atados por los dos arriba
mencionados juramentos de Nuestro Señor. Insistiría en este punto, que
me parece decisivo.
Aquí se adelantan unas hipótesis, pero - como digo en mi libro (p. 55) -
"dejando a la competencia de los pastores toda verificación de la cosa
y toda ulterior consecuencia, por ejemplo de si y de quién
eventualmente, y en qué medida, haya incurrido o incurra" en los actos
configurados. En las primerísimas páginas evidencio en especial cómo no
se puede levantar represas al río de una belleza salvadora si no es
vaciando la mente de toda equivocación, error o malentendido: la
belleza se acompaña únicamente de la verdad (p. 23), y volver a hacer
lo bello en el arte, al menos en el arte sacra, no se logra si no es
trabajando en lo verdadero de la enseñanza y del acto litúrgico.
Lo que a mi parecer se está perpetrando en la Iglesia desde hace
cincuenta años es una rebuscada amalgama entre continuidad y ruptura.
Es el estudiado gobierno de las ideas y de las intenciones espurias en
el cual se ha cambiado la Iglesia sin cambiarla, bajo la cubierta
(también ilustrada nítidamente por monseñor Gherardini en sus más
recientes libros) de un magisterio intencionalmente suspendido - a
partir del discurso de apertura del Concilio "Gaudet mater ecclesia" -
en una del todo innatural y del todo inventada forma suya, llamada, con
rebuscada imprecisión teológica, "pastoral". Si la Iglesia es vaciada
de las doctrinas poco o nada adecuadas al ecumenismo y por ello
despreciadas por aquellos más prestigiosos mencionados más arriba y se
le ha rellenado de las ideas ecuménicas de aquellos mismos, y eso se ha
hecho sin tocar para nada las cubiertas metafísicas, por naturaleza
suya dogmáticas (cfr. p. 62), es decir, por naturaleza sobrenatural,
sino trabajando únicamente en aquel campo de su magisterio que infiere
únicamente sobre su "conservación histórica".
En otras palabras: no hay ruptura formal, ni por lo demás formal
continuidad, únicamente porque los Papas de los últimos cincuenta años
se niegan ratificar en la forma dogmática de II nivel las doctrinas de
III que bajo su gobierno están devastando y vaciando la Iglesia (cfr.
p. 285). Eso quiere decir que de esa manera la Iglesia no empata más la
verdad, sino que ni siquiera la pierde, porque los Papas, incluso con
ocasión del Concilio, formalmente se han negado a dogmatizar las nuevas
doctrinas y a declarar anatema a las más desestimadas (o correctas o
engañosas) doctrinas del periodo anterior.
Como se ve, se podría también considerar que esa muy incómoda situación
configuraría un pecado del magisterio, y grave, contra la fe así como
contra la caridad (p. 54): en efecto, no parece que se pueda
desobedecer al mandamiento del Señor de enseñar a las gentes (cfr. Mt
28, 19-20) con toda la plenitud del don de conocimiento que se nos ha
alcanzado, sin con ello "desviar de la rectitud que el acto - es decir,
'la enseñanza educativa en la verdadera doctrina' - debe tener" (Summa
Theologiae I, 25, 3, ad 2). Pecado contra la fe porque se la pone en
peligro, y efectivamente la Iglesia en los últimos cincuenta años,
vaciada de doctrinas verdaderas, se ha vaciado de fieles, de religiosos
y de sacerdotes, convirtiéndose en la sobra de si misma (p. 76).
Pecado contra la caridad porque se priva a los fieles de la belleza de
la enseñanza magisterial y visible del cual sólo la verdad resplandece,
como lo ilustro en todo el segundo capítulo de mi libro. El pecado
sería de omisión: sería el pecado de "omisión de la dogmaticidad propia
de la Iglesia" (pp. 60ss), con la que la Iglesia intencionalmente no
sellaría sobrenaturalmente y así no garantizaría las indicaciones sobre
la vida que nos da.
Este estado de pecado en el que se estaría derramando la santa Iglesia
(se entiende siempre: de algunos hombres de la santa Iglesia, o sea la
Iglesia en su componente histórica), si se encuentra, debería ser
quitado y también lavado penitencialmente lo más pronto, ya que, como
el cardenal José Rosalio Castillo Lara escribía al cardenal Joseph
Ratzinger en 1988, su actual obstinado y culpable mantenimiento
"favorecería la muy condenable tendencia […] a un equívoco gobierno
llamado 'pastoral', que en el fondo no es pastoral, porque lleva a
descuidar el debido ejercicio de la autoridad con daño al bien común de
los fieles" (pp. 67s).
Para restituir a la Iglesia la paridad con la verdad, como le fue
restituida cada vez que se encontró en travesías dramáticas similares,
no hay otra vía que regresar a la plenitud de su "munus docendi",
haciendo pasar por la criba del dogma a 360 grados todas las falsas
doctrinas de las que está empapado, y retomar como "habitus" de su
enseñanza más ordinaria y pastoral (en el sentido riguroso del término:
transferencia de la divina Palabra en la diócesis y en las parroquias
de todo el mundo") la actitud dogmática que la ha conducido
sobrenaturalmente hasta aquí en los siglos.
Retomando la plenitud magisterial suspendida se restituiría a la
Iglesia histórica la esencia metafísica que virtualmente se le ha
sustraído, y con ello se haría volver sobre la tierra su belleza divina
en toda su más reconocida y degustada fragancia.
Para concluir, una propuesta
Se requiere audacia. Y se requiere Tradición. En vista del cumplimiento
el 2015, cincuenta aniversario del Concilio de la discordia, sería
necesario poder promover un fuerte y largo pedido al Trono más alto de
la Iglesia para qué, en su benignidad, sin perder la ocasión de verdad
especial de tal excepcional cumplimiento, considere que hay un único
acto que puede devolver paz entre la enseñanza y la doctrina emanadas de
la Iglesia antes y después de la fatal asamblea, y este único,
heroico, muy humilde acto es el de acercar al sobrenatural fuego del
dogma las doctrinas arriba señaladas antipáticas a los fieles de parte
tradicionalista, y las contrarias: lo que debe arder arderá, lo que
debe resplandecer resplandecerá. De aquí al 2015 tenemos delante tres
años abundantes. Es necesario utilizarlos de la mejor manera. Las
oraciones y las inteligencias deben ser llevadas a la presión máxima:
fuego al calor blanco. Sin tensión no se obtiene nada, como a Laodicea.
Este acto que aquí se propone cumplir, el único que podría volver a
reunir en un único cuerpo, como debe ser, las dos potentes almas que
palpitan en la santa Iglesia en el mismo ser, reconocibles la una en
los hombres "fieles especialmente a lo que la Iglesia es", la otra en
los hombres cuyo espíritu tiende más a su mañana, es el acto que,
poniendo fin con bella decisión a una cincuentenaria situación más bien
anticaritativa y suficientemente insincera, resume en un gobierno
sobrenatural los santos conceptos de Tradición y audacia. Para
reconstruir la Iglesia y retornar a hacer belleza, el Vaticano II debe
ser leído en el entramado de la Tradición con la audacia encendida del
dogma.
Pues todos los tradicionalistas de la Iglesia, en todo orden y grado
como en todo particular corte ideológico que pertenezcan, sepan
congregarse en una única solicitud, en un único proyecto: llegar al
2015 con la más amplia, aconsejada y bien delineada invitación con el
fin de que tal conmemoración sea para el Trono más alto la ocasión más
propia para retomar el divino "munus docendi" a plenitud.
__________
El libro de Enrico Maria Radaelli "La belleza que nos salva" (prefacio
de Antonio Livi, 2011, pp. 336, euro 35,00) puede ser solicitado
directamente al autor (enricomaria.radaelli@tin.it) o a la Libreria
Hoepli de Milán (www.hoepli.it).